Me hice una
trenza en el pelo, me senté y me fumé sus cigarrillos. Germán estaba acostado en mi
colchón y yo no podía dormirme. Eran apenas las 3 de la mañana y el
whisky se había terminado en mi antipática mesita ratona. Miré la
alfombra y vi sus calzones. A un costado -en la cerámica blanca- observé uno
de sus cabellos: inconfundibles, rizados y de un oro profundo, casi enredados sobre sí.
Detesto sus pelos en mi cerámica, detesto estar en esta situación.
Tomé una
botella de agua, me senté en el sillón frente al balcón y pensé un largo rato
sobre tomar una decisión. No podía echarlo, tampoco quería. Era
tarde, casi las 4 y quizás el pronóstico esta vez no fallaría. No podía echarlo y menos ahora.
Germán
tosió o estornudó, o hizo un ruido horrible que me hizo volver a mirarlo. Allí estaba, ovillado, desgarbado y torcido. Se le veía el culo
porque estaba todo enmarañado en la sábana gris. Mi gato lo miraba con recelo,
él le había quitado su lugar y su orgullo no le permitiría compartir el botín acolchonado.
Me fui al
baño y me pregunté en el espejo qué debía hacer. No creía en mis decisiones como tampoco creía en sus palabras. Sus acaramelados deseos no eran
gotas de alivio, eran -muy en el fondo- simples palabras.
Me fui de
mí.
Me terminé el quinto cigarrillo y me acomodé entre mis sábanas y su cuerpo pero el gato seguía y nos miraba con recelo.
Me terminé el quinto cigarrillo y me acomodé entre mis sábanas y su cuerpo pero el gato seguía y nos miraba con recelo.
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