No tengo una voz. Para cuando
quiero empezar a tener una voz todos los colores se me desdibujan y es entonces
cuando pienso que lo mejor sería dejar toda esta estúpida idea de escribir y
hacer otra cosa. Escribir es una especie de prueba de fuego donde el objetivo
no es cruzar la línea, sino hacerla arder, pero para que el fuego arda hay que
encender, primero, las llamas. Pero no me es fácil encender las llamas, no me
es fácil reconstruir el fuego interno que me surge desde una voz muda, que no
quiere salir. Y la siento, eso es lo peor… siento la voz, la pulsión y las
palabras, pero no me sale el tono, la textura, la forma. Ronda entonces la
vieja lucha interna por una forma que no es forma sino música, sonoridad. Quiero
decir con palabras aquella música que aún no escucho pero existe. Es como si
mis ideas no tuvieran bit y entonces hacen un sampleo horrible de sonidos
baratos de consola. Escribir es una especie de construcción silenciosa que
abunda detrás de los sonidos de la cabeza; porque las palabras no son palabras
sino sonidos que se van asemejando a una música y luego suena todo junto y todo
junto forma un sueño que sueña lo que se oye en el viento.
Dejo la computadora y voy por una
taza de café. Chequeo el celular y busco —inútilmente— algún mensaje de Martín.
Nada. Pasaron dos meses desde le mandé el último mail; el famoso mail y a esta
altura debería entender perfectamente qué significa este silencio tibio que
decretó sin una respuesta. Pero no. Por alguna estúpida razón voy de nuevo a la
idea y me ahogo en un loop de pensamientos que no cortan nunca el cordón.
¿Pasará algo que me haga olvidar?, me pregunto todos los días y tampoco tengo
respuesta.