El sexo con él ya no era una circunstancia. Yo
esperaba inquieta, mientras él servía algo para tomar. Una copa de vino, y un
chocolate eran la excusa de esa noche. Tomó mi mano y me llevó a la habitación.
Puso un disco de Sumo y me invitó a
brindar por la lluvia; lluvia que según él era menos ruidosa si yo estaba a su
lado. Quizás me besó el cuello o las mejillas, no recuerdo bien, pero me dijo
que me deseaba y que mi cabello olía siempre bien.
Sus piernas eran bastante largas, mucho más que
las mías y en ese incómodo sillón borravino –del estudio de abogados con el
nombre de su padre- me invitó a besarlo.
Mientras me acariciaba el pelo y sus besos iban por mi cuello, me distraje mirando sus cuadros, sus estantes, aquella figura hipnótica de Miró, la pila de libros y las fotos de su último viaje.
Mientras me acariciaba el pelo y sus besos iban por mi cuello, me distraje mirando sus cuadros, sus estantes, aquella figura hipnótica de Miró, la pila de libros y las fotos de su último viaje.
Los ojos de Federico se cerraron y sin querer los
míos también. De pronto se paró y me pidió que lo desnudara. Mis manos
temblaban pero yo me dejé seducir por el juego. Los dos teníamos ganas de estar
juntos pero yo sólo pensaba en aquel secreto que me llevó hasta su
casa.
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