No ahogarse más en el llanto. Cambiar las sábanas. Dejar de rayar ese cd en el minicomponente, que una y otra vez reproduce la misma canción. Tomar un vaso de agua como muestra de tranquilidad inquieta. Desmantelar la mesa, las sillas y el resto de la habitación de sus aromas. Volver a salir a la calle. No pensar en el teléfono. Leer un libro. Besar a otras personas. Armar salidas causales y casuales. Pasear por la playa. Desnudarse más y preguntar menos.
La lista es todo pero todo lo que no se hace cuando uno elije morir. Por el contrario, uno se deja encontrar por lo opuesto a todas estas acciones: ni libros, ni proyectos personales, ni amores casuales, ni canciones alegres. Cuando uno elije morir (y no siempre y solamente por amor) elije dejar de hacer cosas vitales, vivas, llenas de placer. Ahora, el placer está en no encontrarse a uno mismo, en relegarse o en anular el inmenso nicho de pulsiones que tenemos guardadas en el alma.
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