
Escuché su voz a través de la puerta. Cantaba una canción en un tono bajo, casi susurrando al oído.
No lo vi, llegué tarde a la mirilla. Pero sonaba su encantadora voz.
Subió la escalera, abrió la terraza y quitó su ropa del tendedero.
Bajó rápidamente, como un rayo, y allí estaba. Un niño alto, de pelo castaño, sweatter blanco y bordeaux. El mismo que había cruzado desde el piso 7 a planta baja, aquella noche de sábado, en la que muy atento y amable me preguntó mi nombre y yo el suyo (pero lo olvidé). Sólo pude sonreír tímidamente y bajar (el me dio permiso) y abrió la puerta del edificio.
El mismo, creo que le inventé un nombre. Allí estaba. Silbando y cantando, casi al oído.
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