El word vacío. No sé por qué, pero no lo
soporto. Tengo que escribir. Tengo que llenar el silencio con palabras. Llenarlo
entero. Intentar silenciar ese espacio incómodo entre mis dedos y la pantalla. Lo
miro y me resiste la mirada. Lo vuelvo a mirar. Amago. Me levanto de golpe y
voy al baño a no hacer nada, vuelvo y sigue ahí. Voy a la cocina, me preparo el
mate. Llego a su lado, de nuevo y no dije nada. Tengo que decir algo. Decirlo
fuerte y esta vez y decirlo bien. No amagar, escribir como quién tiene las buenas
intenciones de decir algo y simplemente lo hace.
Empiezo a escribir una confesión: “te engaño”.
Lo borro. Pongo Ctrl + Z y aparecen las dos palabras de nuevo. Las miro. Las
pongo en rojo. Las pongo en negrita. Las miro. Las resalto con amarillo. Pienso
que en este caso el amarillo es muy frívolo. Lo saco. Lo pongo en negro. Después
de un rato me arrepiento.
Necesito borrar y devolverle al espacio todo
ese margen que me dio para ser, escribiendo. Necesito pedirle disculpas por
tener una herramienta y no saber utilizarla. Me arrepiento del tiempo que le
hice perder. Le digo que la próxima –si la hay- será distinto. Le miento
descaradamente. Le repito que no sé qué me pasó, es la primera vez que me pasa,
miento. No me cree, lo sé, pero necesito volver a decirlo, con mejor actitud y
cara. Lo engaño con mis palabras mientras escribo. Parezco tan segura pero por
dentro ni yo misma puedo creer semejante mentira. Remato la situación diciéndole
que me duele la cabeza, que estoy cansada, que mejor intentar mañana. Cierro el
archivo, sin guardar. No me despido, no digo nada. Cierro el archivo y bajo la
pantalla, aunque vuelvo a mentir y me
quedo con esta copia.
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