viernes, 14 de septiembre de 2012

Germán


Me hice una trenza en el pelo, me senté y me fumé sus cigarrillos. Germán estaba acostado en mi colchón y yo no podía dormirme. Eran apenas las 3 de la mañana y el whisky se había terminado en mi antipática mesita ratona. Miré la alfombra y vi sus calzones. A un costado -en la cerámica blanca- observé uno de sus cabellos: inconfundibles, rizados y de un oro profundo, casi enredados sobre sí. Detesto sus pelos en mi cerámica, detesto estar en esta situación.
Tomé una botella de agua, me senté en el sillón frente al balcón y pensé un largo rato sobre tomar una decisión. No podía echarlo, tampoco quería. Era tarde, casi las 4 y quizás el pronóstico esta vez no fallaría. No podía echarlo y menos ahora.
Germán tosió o estornudó, o hizo un ruido horrible que me hizo volver a mirarlo. Allí estaba, ovillado, desgarbado y torcido. Se le veía el culo porque estaba todo enmarañado en la sábana gris. Mi gato lo miraba con recelo, él le había quitado su lugar y su orgullo no le permitiría compartir el botín acolchonado.


Me fui al baño y me pregunté en el espejo qué debía hacer. No creía en mis decisiones como tampoco creía en sus palabras. Sus acaramelados deseos no eran gotas de alivio, eran -muy en el fondo- simples palabras.
Me fui de mí. 
Me terminé el quinto cigarrillo y me acomodé entre mis sábanas y su cuerpo pero el gato seguía y nos miraba con recelo. 

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