Con dolor empujo las últimas sogas. Mis brazos arden todavía, los hilos en las muñecas me lastimaron y me sangran partes de la piel. Tengo las manos rojas, heridas, marcadas con los hilos del cuerpo de otro. Reviso mis vendajes y encuentro moretones. Las cepas de tinta de Federico no dejan de sangrar. Hay olor a vino y madera. Hay perfume a tiempos viejos y no encuentro las palabras, creo que todas –casi todas–, se fueron con el último beso.
Me arrastro como puedo hacia la superficie, trato de extender mis manos y mis piernas, trato de mover mi torso y cobrar fuerza; pero parece imposible: cada dolor y cada huella anclaron en cemento castillos fuertes en mis manos. Debo quebrarlos, me digo, debo romperlos para poder avanzar; debo romperlos y alejar ese peso extraño en mi propio peso, en mi propio cuerpo.
Pero no queda mucho tiempo, el poco oxígeno que tengo es mi última y única salvación. Desprendo de a poco el yeso y algunos pedazos comienzan a caer. La Mujer sin nombre me dijo que si lo hacía ni se me ocurra mirar hacia atrás. Me tienta el aroma del pasado, me tientan los olores de tu cuerpo, me tienta, pero no. Sigo. Algunos fragmentos se desprenden, los miro caer, eso sí puedo hacer: ver cómo se hunde cada fragmento marmolado de tu cuerpo, ver como caen los cimientos estúpidos del hombre que fuiste. Verme, así, caer con vos.
Por fin, el último fragmento se desprende y aún retumba su sonido, pero allí pasa lo asombroso: mis piernas y mis brazos vuelven a un lugar donde recuerdan, vuelven a un lugar que supieron tener hace algunos años y confirmo, entonces, que la memoria del cuerpo es prodigiosa, tal vez aún mejor que la de mi propio corazón.
©Angie Pagnotta-Depersia